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IA y juventud laboral: el contrato social que se deshace

La inteligencia artificial no solo altera procesos empresariales o rutinas académicas, sino que está redibujando los cimientos de cómo entendemos la entrada en la vida adulta. Por primera vez, los jóvenes enfrentan un escenario en el que los peldaños iniciales —los empleos de entrada, las primeras prácticas, incluso los certificados universitarios— pierden valor en el mismo instante en que intentan ascender por ellos.

La paradoja es brutal: mientras la productividad crece, los espacios de incorporación se estrechan. La IA no sustituye la experiencia de los mayores, pero sí despoja a los recién llegados de su antigua ventaja: el conocimiento codificado, que es lo primero en ser automatizado.

Cuando la puerta de entrada se cierra

Un estudio reciente de Stanford, basado en datos desde finales de 2022 hasta mediados de 2025, revelaba una caída del 13% en el empleo de jóvenes de 22 a 25 años en sectores más expuestos a la IA. No es un accidente coyuntural, sino un cambio estructural: los algoritmos replican con facilidad aquello que la universidad había enseñado a sus graduados como “saber competitivo”. Programar, elaborar informes básicos, analizar datos preliminares… todo eso ya no distingue al recién titulado del resto.

Como advertía Dario Amodei, CEO de Anthropic, hasta un 50% de los empleos de entrada podrían desaparecer en menos de cinco años. La metáfora del ascensor resulta precisa: algunos profesionales logran subir, multiplicando su valor gracias a la IA, mientras otros —sobre todo los jóvenes— se quedan en la planta baja, sin peldaños de ascenso. Lo que se desmorona no es solo el número de empleos, sino la propia lógica de la carrera laboral: sin posiciones iniciales, se rompe el ciclo de aprendizaje, experiencia y promoción.

La universidad como promesa erosionada

Durante décadas, el pacto implícito de la educación superior fue claro: estudiar garantizaba empleabilidad. Hoy esa promesa se desvanece. No porque el conocimiento carezca de valor, sino porque la lógica del mercado ha cambiado: el título ya no es blindaje frente al desempleo, sino apenas un punto de partida en un terreno movedizo.

El problema es aún más profundo si miramos hacia atrás. Como mostró un estudio del Alan Turing Institute, el 52% de los estudiantes en escuelas privadas del Reino Unido ya utilizan herramientas de IA, frente al 18% en escuelas públicas. La brecha no comienza en el mercado laboral, sino en la infancia, debido a un acceso desigual a la alfabetización tecnológica. Para cuando llegan a la universidad, muchos jóvenes ya han quedado rezagados en esa carrera silenciosa.

La paradoja es cruel: la institución que debería igualar oportunidades —la universidad— llega tarde a un terreno que ya estaba inclinado. En lugar de ser un trampolín hacia la vida adulta, corre el riesgo de convertirse en un espacio que certifica desigualdades ya consolidadas.

Profesores ante la disyuntiva: muleta o amenaza

Si los jóvenes sienten que el mercado se les estrecha, los docentes enfrentan otro dilema: ¿usar la IA como muleta administrativa o verla como amenaza a su autoridad? Un estudio de Anthropic sobre 74.000 conversaciones con Claude revela que el uso mayoritario se concentraba en tareas como diseño curricular (57%) o investigación (13%), mientras que la evaluación —apenas un 7%— es donde aflora la mayor desconfianza.

Aquí entran en juego modelos como el de DocuMark, que plantea una alternativa: pasar de la sospecha al diálogo. En lugar de castigar el uso de IA en trabajos académicos, propone detectar patrones con trazabilidad y abrir conversaciones formativas con el estudiante. Se trata de comprender antes de sancionar, de transformar la sospecha en oportunidad. Esta lógica se opone a la cultura punitiva que muchos campus han adoptado, y abre la posibilidad de una pedagogía más crítica, donde la IA no se excluye ni se idolatra, sino que se integra con criterio.

La contradicción es clara: mientras los estudiantes normalizan la IA en su día a día, la academia vacila entre blindajes y aperturas. La pregunta de fondo es ética: ¿Qué significa enseñar en una era en la que lo automatizable ya no es patrimonio ni del profesor ni del alumno?

Una brecha doble: empleo y educación

La brecha que abre la IA es doble y simultánea. Por un lado, los jóvenes pierden sus empleos de entrada, bloqueados en un ascensor que ya no sube. Por otro, la universidad —y antes la escuela— deja de ser un espacio de nivelación, consolidando desigualdades desde la infancia. El resultado es una fractura generacional: los mayores resisten porque su valor radica en la experiencia tácita, mientras los jóvenes ven cómo se automatiza el único capital con el que contaban, el conocimiento formal.

Pero no es un destino inevitable. Desde propuestas como el “token tax” de Anthropic —un impuesto sobre el uso intensivo de modelos de IA, destinado a reciclar talento y redistribuir beneficios— hasta marcos normativos que garanticen alfabetización crítica en IA desde la niñez, hay caminos posibles para evitar que la IA cristalice en exclusión estructural.

El verdadero reto es cultural. Se trata de redefinir qué valoramos como “saber humano” en una época donde lo codificado puede ser replicado por máquinas. Creatividad, juicio crítico, discernimiento ético, capacidad de diálogo: esas son las dimensiones que aún resisten la automatización. Y ahí, tanto la educación como el trabajo deben reconstruirse sobre nuevas bases.

Entre el puente y el abismo

Más que un enfrentamiento entre generaciones, lo que la IA expone es la fragilidad de nuestras instituciones de transmisión de conocimiento. No se trata de decidir si los jóvenes están preparados o si los mayores se protegen mejor, sino de reconocer que el contrato social entre educación y trabajo está roto.

El dilema no es si prohibir o abrazar la IA sin reservas. Como recordaba la experiencia de DocuMark, la verdadera innovación no está en usar la IA más rápido, sino en usarla con más criterio. Entre la prohibición y el laissez-faire existe una tercera vía: integrar la IA de forma crítica, redistributiva y consciente, para que no erosione los peldaños de entrada, sino que construya puentes entre generaciones.

La pregunta que queda abierta es incómoda, pero inevitable: ¿queremos que la IA sea un puente que conecte saberes y experiencias, o el abismo que fracture definitivamente a nuestras generaciones?

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