|

¿IA para gobernar? El nuevo contrato social en juego

La administración Trump, a través del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), ha emprendido una reforma que va más allá de la digitalización: busca reconfigurar la estructura estatal mediante inteligencia artificial. La centralización masiva de datos ciudadanos y la intención de sustituir empleados federales por sistemas automatizados reflejan una lógica tecnocrática que prioriza la eficiencia sobre la deliberación democrática.

Esta estrategia, aunque presentada como una modernización inevitable, plantea riesgos estructurales. La automatización estatal no es neutra: redefine la relación entre ciudadano y Estado, diluyendo las garantías de derechos civiles en nombre de la optimización operativa. La pregunta no es si la IA puede hacer estas tareas, sino si debe hacerlo sin una arquitectura de supervisión robusta que limite su potencial invasivo.

Privacidad sin soberanía: datos públicos, riesgos privados

La adopción gubernamental de plataformas como OpenAI —adaptadas para responder a los objetivos del DOGE— introduce una capa crítica en el debate sobre soberanía tecnológica. Mientras OpenAI ofrece mayores niveles de transparencia que competidores como DeepSeek, sus modelos siguen siendo propiedad de actores privados, con estructuras de gobernanza fuera del alcance democrático.

La experiencia comparada revela un vacío preocupante: los sistemas que gestionan los datos de millones de ciudadanos operan con criterios de mercado, no de derechos fundamentales. Esta privatización de la infraestructura algorítmica plantea una tensión ética: los ciudadanos se convierten en activos de datos sin haber otorgado un consentimiento informado ni tener mecanismos reales de apelación. La eficiencia, en este contexto, se paga con soberanía individual.

Despidos digitales: el disfraz de la transformación laboral

En paralelo, el sector privado avanza en una senda similar. Microsoft, junto a otras gigantes tecnológicas, ha ejecutado despidos masivos bajo el argumento de “adaptación a la era IA”. Esta narrativa —que niega el reemplazo directo por máquinas— funciona como un amortiguador discursivo ante decisiones que priorizan la rentabilidad sobre el bienestar laboral. La promesa de reconversión digital y reentrenamiento choca con la magnitud de los recortes y con la falta de una estrategia nacional coherente para gestionar el impacto.

En este marco, la inteligencia artificial no actúa como herramienta de apoyo, sino como justificación estructural para desmontar modelos laborales estables. Lo preocupante no es solo el volumen de despidos, sino la aceptación social de un relato que presenta la precarización como modernización.

IA sin garantías: ¿automatizar el Estado con herramientas en fase beta?

La delegación de funciones públicas sensibles a sistemas de IA supone un riesgo operacional subestimado. Aunque las capacidades de los modelos han mejorado, persisten inconsistencias graves en su rendimiento: errores fácticos, alucinaciones, sesgos replicados por el entrenamiento y falta de trazabilidad en sus decisiones. Estos problemas no son anecdóticos, sino estructurales. Utilizar IA generativa en decisiones administrativas sin una validación técnica rigurosa equivale a introducir incertidumbre algorítmica en el núcleo del Estado.

La promesa de eficiencia se convierte así en un espejismo: en lugar de robustecer la función pública, podría deslegitimarla aún más. El uso político de una tecnología aún inmadura refleja una visión cortoplacista, donde la innovación se impone sobre la prudencia institucional.

Reflexión final: ¿y si lo que se automatiza no es solo el trabajo, sino la política?

El despliegue de la inteligencia artificial en gobiernos y empresas no es solo una cuestión tecnológica, sino una mutación del poder. Cuando las decisiones comienzan a tomarse mediante sistemas opacos, el problema ya no es qué tareas se automatizan, sino quién queda al margen del proceso. Si no se establecen límites claros, corremos el riesgo de sustituir procesos deliberativos por decisiones automáticas, donde los criterios algorítmicos reemplazan el juicio político.

Lo que está en juego no es solo el empleo o la privacidad, sino el sentido mismo de la democracia en la era digital. El modelo estadounidense anticipa escenarios que podrían replicarse en Europa, salvo que se actúe con una visión crítica y estructural. La IA puede ser una herramienta emancipadora o un instrumento de control; el resultado dependerá de cómo decidamos integrarla.

Publicaciones Similares