La yenka del capital: cuando ética y negocio bailan la AGI

Hay acuerdos que parecen simples operaciones financieras. Otros, en cambio, condensan el espíritu de una época. El pacto entre OpenAI y Microsoft pertenece a la segunda categoría. El brazo sin ánimo de lucro de OpenAI se convierte en accionista mayoritario de su PBC, dentro de un plan de recapitalización que sitúa el valor de la compañía en más de 100.000 millones de dólares. Un movimiento que reordena la gobernanza interna, estabiliza la relación con su socio tecnológico y, al mismo tiempo, abre un nuevo capítulo de tensiones.
Creo que la metáfora de la yenka ayuda a comprender estas idas y vueltas en la tempestuosa relación entre estos dos gigantes. Este baile de los años sesenta consistía en pasos aparentemente contradictorios: izquierda, derecha, adelante, atrás. Nada más parecido a la trayectoria reciente de OpenAI y Microsoft. Primero avanzan hacia una integración total ; después retroceden con movimientos de autonomía; ahora vuelven a colocarse juntos, como si nada hubiera pasado. La coreografía continúa, porque lo que está en juego no es un paso de baile, sino la carrera hacia la inteligencia artificial general.
Un organismo sin ánimo de lucro con poder inédito
El hecho más visible es que la entidad sin ánimo de lucro de OpenAI adquiere una posición de control formal sobre la PBC, lo que le proporciona recursos financieros sin precedentes. Se trata de un cambio simbólico y estratégico: la organización nacida para custodiar la misión ética de la AGI ya no depende solo de donaciones ni de un flujo limitado de ingresos. Con 100.000 millones de dólares en valoración y activos, puede plantearse proyectos comunitarios y de investigación a gran escala.
Pero este nuevo poder llega acompañado de un dilema: la dependencia estructural del capital. La AGI no se financia con buenas intenciones, sino con centros de datos, chips avanzados y energía masiva. Y todos esos elementos están en manos de actores como Microsoft, Nvidia o BlackRock. La paradoja es evidente: el organismo sin ánimo de lucro gana peso accionarial, pero su margen real de decisión podría estrecharse frente a la magnitud de los compromisos financieros y tecnológicos que implica sostener el proyecto.
Aquí resuena la pregunta de fondo: ¿puede una entidad nacida para representar la ética funcionar de forma independiente cuando se sienta en la mesa del capital más concentrado del planeta?
Microsoft y la diplomacia del capital
Para Microsoft, el acuerdo representa una tregua tras meses de turbulencias. La compañía había mostrado signos claros de autonomía: lanzó sus propios modelos MAI-1 y MAI-Voice-1, y consolidó alianzas paralelas en la AI Infrastructure Partnership (véase Tres claves para entender el pulso Microsoft–OpenAI…). En ese contexto, el riesgo era que OpenAI y su socio más poderoso terminaran caminando en direcciones opuestas.
Con esta recapitalización, la relación se estabiliza. Microsoft asegura acceso preferente a la tecnología de OpenAI, mantiene su centralidad en proyectos colosales como Stargate y refuerza la posición de Azure como infraestructura de referencia. La inversión no es filantropía: es una diplomacia del capital en la que el músculo financiero equivale a influencia estratégica.
Al mismo tiempo, este pacto no borra la tensión de fondo. Microsoft necesita a OpenAI para sostener el atractivo de Copilot y su ecosistema de productividad. Pero también compite por construir sus propios modelos y garantizar la soberanía tecnológica de su marca. La yenka continúa: socios en la superficie, rivales potenciales en el subsuelo.
El escrutinio regulatorio: un dilema sin resolver
El acuerdo todavía no es definitivo. Reguladores en California y Delaware deben revisarlo para determinar si la estructura cumple con los marcos legales que rigen a las entidades sin ánimo de lucro. La pregunta no es menor: ¿cómo justificar que una organización de este tipo posea un activo empresarial valorado en más de 100.000 millones de dólares sin comprometer su misión?
La llamada “cláusula AGI” añade otra capa de incertidumbre. Según los estatutos de OpenAI, si se considera que la organización alcanza inteligencia artificial general, Microsoft podría ver limitado su acceso a esa tecnología. Un escenario que plantea un dilema casi surrealista: el socio que más capital aporta podría ser excluido en el momento decisivo. Reguladores y juristas tendrán que pronunciarse sobre la validez de este diseño, que oscila entre innovación legal y artificio político.
Lo que queda claro es que el dilema ético sigue abierto. La misión original de OpenAI era servir a la humanidad en su conjunto, pero cada paso la acerca más a la lógica corporativa. ¿Puede mantenerse ese horizonte cuando los actores financieros son los que marcan el compás?
La yenka como destino
La historia de esta alianza es una coreografía inestable. Primero, la integración total de Copilot como símbolo de simbiosis. Después, el gesto de autonomía con modelos propios, reclamando soberanía tecnológica. Y ahora, de nuevo, la unión bajo un esquema financiero monumental. Avanzan, retroceden, se giran, pero nunca abandonan la pista.
Quizá el pacto de 100.000 millones de dólares no resuelva nada, salvo posponer el conflicto. Tal vez la verdadera novedad no sea la cifra, sino la constatación de que la AGI solo puede financiarse mediante alianzas de escala civilizacional. Y entonces la pregunta se vuelve más incómoda: ¿es este el modelo inevitable para todas las empresas de inteligencia artificial?
La yenka no termina, porque no se trata de un baile festivo, sino de la danza estratégica que definirá quién controla la inteligencia artificial en el siglo XXI. Lo que hoy parece un matrimonio de conveniencia podría mañana convertirse en divorcio estratégico y, pasado mañana, en reconciliación forzada. Mientras tanto, la música no deja de sonar.