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El amor como simulacro: cuando el algoritmo da el primer paso

Meta acaba de anunciar una novedad en Facebook Dating: un asistente de inteligencia artificial y la función Meet Cute, capaz de proponer emparejamientos automáticos cada semana. A primera vista, parece un simple añadido, pero encierra un giro profundo.

La IA no está para administrar sentimientos ni para sustituir decisiones íntimas, sino para ayudarnos a crear, pensar mejor o liberar tiempo. Aquí, en cambio, se ofrece lo contrario: la pereza máxima, ceder la gestión de nuestro deseo a un algoritmo. Y la pregunta resulta inevitable: ¿qué beneficio real puede haber en delegar lo más humano que tenemos?

El fin del gesto: del swipe a la delegación

El gesto de deslizar —el swipe— se convirtió en símbolo de toda una época digital. Era una coreografía mínima, pero representaba la promesa de agencia: yo elijo, yo descarto, yo decido. Con el tiempo, sin embargo, esa coreografía derivó en cansancio. El llamado swipe fatigue resumió la experiencia de millones de usuarios atrapados en una repetición mecánica, tan frustrante como estéril.

Meta cree haber hallado la salida a esa fatiga: que la IA decida por nosotros. Pero esa solución no resuelve el problema, lo desplaza. Porque el cansancio no provenía solo del gesto repetido, sino de la lógica misma de convertir la elección íntima en un scroll interminable. Sustituirlo por un match sorpresa no nos devuelve la agencia: la anula.

El riesgo de los algoritmos visibles

Hasta ahora, el algoritmo en las apps de citas era un actor invisible. Sugería, priorizaba, ordenaba perfiles, pero dejaba la última palabra al usuario. Con Meet Cute, en cambio, el sistema se expone: no solo recomienda, sino que decide. Y esa visibilidad abre un terreno de alto riesgo.

¿Qué ocurre cuando el emparejamiento automático falla? ¿Qué pasa si un algoritmo no detecta límites, afinidades o contextos delicados? Un error aquí no se traduce en un anuncio irrelevante ni en un vídeo mal recomendado, sino en una experiencia íntima que puede resultar incómoda, invasiva o incluso dañina. Meta, ya cuestionada por su manejo de la privacidad y por una cultura corporativa opaca, se adentra en un terreno donde cualquier fallo multiplica su impacto reputacional.

Intimidad bajo administración algorítmica

Delegar tareas rutinarias a la IA puede ser útil: organizar un calendario, corregir un texto, resumir una reunión. Delegar la intimidad es otra cosa. No hablamos de productividad ni de eficiencia, sino de la materia misma de lo humano: cómo deseamos, cómo nos mostramos, cómo nos vinculamos.

La propuesta de Meta convierte lo íntimo en una transacción administrada por código. No es la primera vez: antes fueron la memoria digital que “recordaba” nuestras conversaciones en WhatsApp o los comentarios automáticos que nos ahorraban escribir en Instagram. Siempre con el mismo patrón: disfrazar de comodidad lo que en realidad es un desplazamiento de nuestra voz, de nuestro criterio, de nuestra capacidad de decidir.

La intimidad, reducida a dato y gestionada por una arquitectura algorítmica, corre el riesgo de transformarse en un trampantojo: una ilusión de vínculo que en realidad es un simulacro más dentro de la lógica de la plataforma.

Continuidad de una deriva

El movimiento de Meta en el terreno del dating no es aislado. Forma parte de una trayectoria más amplia que ya se ha manifestado en otras áreas. Cuando la compañía lanzó Memory Boost en sus chats, normalizó la idea de una IA que recuerda lo que decimos. Cuando probó los comentarios automáticos en Instagram, insinuó un futuro donde ni siquiera es necesario pensar nuestras palabras. Y cuando fichó talento millonario en un entorno descrito por sus propios empleados como “cáncer metastásico”, dejó claro que su cultura interna no ofrece garantías para un desarrollo ético.

El match sorpresa es, en ese sentido, la culminación lógica de una deriva: pasar de acompañar la experiencia humana a sustituirla. La IA deja de ser herramienta para convertirse en ventrílocuo. Y lo preocupante es que cada paso se presenta como un avance cuando en realidad supone un retroceso en la agencia humana.

¿Qué pintamos los humanos en todo esto?

La pregunta que emergía ante los comentarios automáticos en Instagram resuena con más fuerza aquí: ¿qué pintamos los humanos en este ecosistema? Si nuestra voz es sustituible, si nuestra memoria es delegable, si nuestro deseo es predecible, entonces lo humano deja de ser el centro y pasa a ser materia prima.

El beneficio aparente —ahorrarnos tiempo, evitarnos esfuerzo— oculta un coste mayor: perder el derecho a equivocarnos, a improvisar, a elegir mal, incluso a no elegir. La imperfección, tan presente en cualquier historia de amor, queda borrada en favor de un algoritmo que promete eficiencia sentimental. Pero ¿quién quiere una cita perfectamente optimizada?

Cierre: preguntas abiertas

La entrada de la inteligencia artificial en el dating plantea un dilema que va más allá de Meta. ¿Estamos dispuestos a que un algoritmo tome decisiones sobre nuestra intimidad? ¿Aceptaremos que la pereza digital justifique delegar lo que somos y cómo nos relacionamos?

La tecnología puede ayudarnos a ampliar capacidades, a liberar creatividad, a mejorar procesos. Pero cuando empieza a administrar sentimientos, deja de ser herramienta para convertirse en mediadora de nuestra humanidad. Y ahí conviene detenerse. Porque quizá el problema no sea que el algoritmo se equivoque, sino que aceptemos sin resistencia que decida en nuestro lugar.

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