El alto coste energético de la inteligencia artificial

Hace unos días, The Guardian difundió un informe de la Agencia Internacional de la Energía (IEA) advirtiendo que el consumo eléctrico de los centros de datos impulsados por IA se cuadruplicará para 2030. Según las proyecciones, estas infraestructuras podrían llegar a consumir más energía que países enteros como Japón, marcando un punto de inflexión en la sostenibilidad tecnológica.
Actualmente, Estados Unidos lidera el mapa con más de 5.300 centros de datos, seguido por Alemania (521), Reino Unido (514) y China (449). Estas instalaciones no solo demandan enormes volúmenes de electricidad, sino también recursos hídricos considerables: una sola imagen generada por IA puede requerir entre 2 y 5 litros de agua. En una semana, las cifras pueden ascender a 216 millones de litros.
La concentración de estos centros en zonas específicas —como el norte de Virginia o Dublín— ha generado tensiones en las redes eléctricas locales. En Irlanda, por ejemplo, los centros de datos representaron el 18% del consumo eléctrico en 2022, con previsiones que alcanzan el 28% para 2031. Esta geografía desigual plantea preguntas cruciales sobre quién soporta el impacto ambiental de la revolución digital.
Eficiencia energética o espejismo tecnológico
El discurso optimista sobre la eficiencia energética en IA suele poner el foco en la mejora de procesadores, como los desarrollados por Nvidia o Intel. Estos chips, diseñados para ofrecer un rendimiento superior con menor consumo, representan un avance técnico real. Sin embargo, el problema radica en el crecimiento exponencial de la demanda.
Según la IEA, los centros de datos pasarán de consumir el 1.5% al 4% de la electricidad global para 2030. Una sola consulta a ChatGPT ya consume tres veces más energía que una búsqueda en Google, y el entrenamiento de grandes modelos puede equivaler al consumo de electricidad de un hogar durante más de dos décadas.
El desarrollo de modelos más complejos y el uso masivo de IA en múltiples industrias impulsan una demanda energética que excede con creces las mejoras en eficiencia. En este contexto, la narrativa tecnológica de “IA verde” resulta insostenible si no se considera el volumen total de uso.
El coste de oportunidad climática: IA como solución y como distracción
La IA es presentada como una aliada en la lucha contra el cambio climático: desde la modelización meteorológica hasta la gestión inteligente de infraestructuras, sus aplicaciones son vastas. Pero su auge también puede estar eclipsando soluciones más directas y comprobadas.
En paralelo a estas aplicaciones beneficiosas, gobiernos y corporaciones están volcando una porción creciente de recursos económicos, políticos y mediáticos en desarrollar sistemas cada vez más avanzados de IA. Esta fascinación tecnológica puede desviar atención de estrategias como la reforestación, la transición energética o la mejora de la eficiencia urbana, que requieren menos inversión en I+D pero ofrecen impactos tangibles.
La pregunta de fondo no es si la IA puede contribuir al objetivo climático, sino si estamos priorizando su desarrollo en detrimento de medidas más urgentes. La oportunidad perdida de invertir en soluciones probadas puede convertirse en una deuda ambiental difícil de saldar.
Gobernanza verde: hacia una regulación climática de la inteligencia artificial
A diferencia de sectores como el transporte o la industria pesada, la inteligencia artificial aún opera sin una regulación clara sobre su huella ambiental. La Ley de Inteligencia Artificial de la Unión Europea ha avanzado en aspectos éticos y de seguridad, pero deja fuera cuestiones esenciales como el uso energético, el agua o las emisiones indirectas.
Frente a este vacío, diversas voces proponen la incorporación de criterios de sostenibilidad en la evaluación de modelos de IA. La publicación de informes de impacto energético, auditorías obligatorias y la inclusión de una “tasa verde” para entrenamientos computacionalmente intensivos son algunas de las medidas en debate.
Estas propuestas no buscan frenar la innovación, sino garantizar que se alinee con los compromisos climáticos internacionales. Porque si las tecnologías emergentes no se someten a criterios ambientales, corremos el riesgo de acelerar el colapso que intentan evitar.