De LinkedIn a los bancos: OpenAI se convierte en institución

A principios de año advertíamos que la inteligencia artificial no era solo una herramienta, sino un nuevo intermediario capaz de situarse entre consumidores y marcas. El mes pasado hablamos de cómo ese intermediario se había vuelto un tejido invisible, reconfigurando nuestra vida cotidiana hasta infiltrarse en vínculos, saberes y cuerpos.
Hoy, el tablero se desplaza un paso más: la IA ya no se limita a mediar ni a camuflarse como infraestructura. Ahora busca erigirse en institución. OpenAI ha lanzado una plataforma para certificar a diez millones de trabajadores y, en paralelo, participa en la creación de un sistema bancario para inteligencias no humanas.
Trabajo y dinero: los dos ejes que, hasta ahora, estaban reservados a los Estados.
El juez que despide y certifica
La OpenAI Jobs Platform se presenta como un espacio para conectar empresas con candidatos “AI-fluent”, personas capaces de demostrar habilidades en el uso de modelos generativos. No es solo un portal de empleo más, sino un intento de certificar a la fuerza laboral en un estándar definido por quien, paradójicamente, también está destruyendo empleos. La paradoja es evidente: el mismo actor que desplaza tareas humanas con algoritmos se postula como garante de la reinserción laboral.
El movimiento es político, además de económico. La promesa de capacitar a diez millones de trabajadores cuenta con el respaldo explícito de la Casa Blanca y de grandes corporaciones. La narrativa oficial habla de una “fuerza laboral AI-ready”, pero lo que está en juego es más profundo: la privatización de la empleabilidad. En lugar de universidades, sindicatos o administraciones, es una empresa privada la que define qué significa estar preparado para el futuro laboral.
Frente a LinkedIn, OpenAI no solo aspira a intermediar en la búsqueda de empleo, sino a dictar el nuevo lenguaje de la competencia profesional.
El banco de los agentes autónomos
El segundo movimiento es aún más inquietante. Junto a Stripe y Anthropic, OpenAI ha impulsado Tempo, una blockchain diseñada para que agentes de IA realicen pagos a escala sin intervención humana. En otras palabras, un sistema financiero nativo para inteligencias artificiales.
La operación se legitima por la participación de bancos tradicionales, fintechs y gigantes tecnológicos. Esto otorga credibilidad al proyecto y lo sitúa en la frontera de lo imaginable: inteligencias no humanas intercambiando dinero en un circuito paralelo al humano. Si la certificación laboral marca el terreno para las personas, Tempo abre la autopista económica para los algoritmos.
La pregunta es inmediata: ¿qué ocurre cuando el dinero circula sin pasar por la mediación humana? ¿Quién audita esas transacciones, quién decide qué valores se registran y qué límites existen? La alianza con Stripe permite imaginar una especie de banco central de la economía algorítmica: un espacio donde los agentes negocian, contratan y compran sin que los humanos intervengan.
De intermediario a infraestructura
La continuidad es evidente. En enero advertíamos sobre la desintermediación empresarial: marcas que perdían contacto directo con sus clientes porque la IA se convertía en filtro y decisión. En agosto observábamos cómo ese papel se había normalizado hasta convertirse en tejido invisible, penetrando en la intimidad y en la vida social sin que apenas lo notáramos. Ahora asistimos a un salto cualitativo: de intermediario a infraestructura de gobernanza.
OpenAI no solo ofrece modelos que resuelven tareas; ahora define las credenciales del trabajo humano y el dinero de las inteligencias no humanas. Se coloca en una posición estructural, no ya de mediación, sino de institución paralela. Como si un actor privado hubiera decidido fundar, al mismo tiempo, un Ministerio de Trabajo y un Banco Central en un universo donde lo humano y lo artificial coexisten, pero no bajo las mismas reglas.
La gobernanza desplazada
En esta deriva subyace una tensión política de largo alcance. Tradicionalmente, el empleo y el dinero han sido dominios exclusivos de los Estados. Certificar qué significa estar preparado para trabajar y emitir la moneda con la que se comercia han sido prerrogativas soberanas. Ahora vemos cómo esas funciones se trasladan a corporaciones privadas, en alianza con gobiernos y bancos.
La pregunta no es solo “¿quién certifica al certificador?”, sino también “¿quién controla al banquero de los agentes?”. Si el futuro laboral y financiero se diseña desde Silicon Valley y Wall Street, la autonomía de los Estados queda subordinada. Lo público se convierte en legitimador de lo privado, y lo privado adquiere capacidad para normar la vida de millones de personas y de miles de millones de transacciones.
La metáfora es clara: OpenAI no se contenta con ser proveedor de modelos; quiere ser el árbitro civilizatorio de cómo trabajamos y de cómo circula el valor en un mundo donde los agentes no humanos tienen tanto peso como los ciudadanos.
Un doble espejo: humanos certificados y agentes solventes
El contraste es revelador. Mientras los trabajadores humanos buscan obtener una certificación para demostrar que están “AI-ready” y así sobrevivir en un mercado laboral en transformación, los agentes no humanos ya poseen un circuito financiero propio, con liquidez y autonomía de movimiento. La certificación humana y la solvencia algorítmica dibujan una brecha ontológica inédita: unos luchan por seguir siendo empleables; otros comienzan a operar como actores económicos plenos.
La escena es inquietante: ¿y si el futuro del trabajo humano queda reducido a un sello otorgado por la misma entidad que expulsa a los trabajadores del mercado? ¿Y si el dinero de las máquinas termina desplazando las reglas económicas diseñadas para los humanos?
Instituciones sin Estado
La historia que se perfila no es la de una simple disrupción tecnológica, sino la de un desplazamiento institucional. El empleo y el dinero, ejes de la vida moderna, empiezan a ser gestionados por arquitecturas privadas que no rinden cuentas como lo hacen los Estados. La IA ya no es solo tejido invisible ni intermediario en las transacciones: se convierte en infraestructura política.
No sabemos si este movimiento desembocará en un nuevo orden regulado o en una deriva de poder corporativo sin precedentes. Pero sí sabemos que el escenario está abierto: humanos certificados, agentes solventes, Estados desplazados. La gobernanza del siglo XXI se juega en esa tensión. La IA puede ser una herramienta de progreso compartido, pero también una máquina de concentración de poder.
La pregunta no es tecnológica, sino política: ¿quién escribe las reglas del trabajo y del dinero en la era de las inteligencias artificiales?