La automatización que crea más estructura que eficiencia

Si el número de agentes supera al de empleados, la estructura económica de la empresa deja de basarse en personas. El vicepresidente ejecutivo de Microsoft, Rajesh Jha, sugirió recientemente una salida fascinante a esa paradoja: Microsoft cree que puede seguir vendiendo suscripciones basadas en “asientos” para productos como Office 365… pero a los agentes de IA que trabajen dentro de los propios clientes de Microsoft.

Este comentario adquiere peso al observar cómo se multiplican las identidades digitales dentro de las organizaciones. Cada entidad autónoma que ejecuta tareas necesita credenciales, permisos, bandeja de entrada y un puesto completo en el sistema. La paradoja no se esconde. La promesa de ahorro laboral podría convertirse en una expansión discreta y constante de la factura operativa.

Ese desplazamiento redefine el sentido mismo del trabajo digital. Porque si un agente ocupa un asiento igual que un empleado, la frontera entre gasto técnico y gasto laboral se vuelve difusa. Y esa difuminación no siempre beneficia a quien debe presentar cuentas.

El asiento que deja de ser humano

El concepto tradicional de usuario dependía de una referencia estable: una persona sentada ante un equipo. Ese arquetipo moldeó licencias, métricas de seguridad y modelos de cobro. Hoy se descompone. Los agentes entran en directorios corporativos con credenciales propias, y ocupan espacios antes reservados a perfiles humanos.

El impacto presupuestario aparece en forma de acumulación silenciosa. Un equipo técnico puede registrar un agente para revisar informes semanales. Luego, otro para agrupar notificaciones. Más tarde, un tercero para filtrar accesos. Cada uno posee su propio ciclo de vida, su historial, sus permisos. La multiplicación sucede en segundo plano. Cuando alguien revisa el directorio meses después, descubre que la empresa alberga el doble de identidades operativas que personas en plantilla.

El asiento deja de ser humano y se vuelve funcional. Esa transición altera la manera de presupuestar porque desplaza la unidad de medida. Si antes se pagaba por persona, ahora se paga por entidad activa. Y en un entorno donde los agentes pueden crecer sin límite claro, el modelo anterior se vuelve irreconocible.

La orquestación como lugar donde se concentra el poder

La relevancia de los agentes no reside en su capacidad individual, sino en la coordinación que prometen. Cada proveedor impulsa su propia arquitectura de orquestación. Unos integran flujos industriales, otros gestionan procesos administrativos, otros buscan operar sobre aplicaciones visuales. Todos compiten por ser la capa donde convergen agentes heterogéneos.

Aquí, la disputa se vuelve política. Quien controle la orquestación controla la empresa. No se trata de producir el agente más brillante, sino de convertirse en el plano donde se organizan los demás. Ese plano define permisos, ritmos de ejecución y prioridades. Define, en suma, la gobernanza.

La escena se vuelve evidente cuando una gestora revisa un panel que muestra cómo varios agentes negocian estados entre servicios internos. Ninguno necesita intervención humana. Ninguno se detiene a pedir confirmación. La interacción deja de ocurrir en la interfaz y pasa a un circuito autónomo. De fondo, la empresa no mantiene una conversación con personas ni con herramientas, sino con conjuntos de entidades que actúan por su cuenta. La orquestación se convierte, así, en el espacio donde se decide quién manda.

Ambición sin madurez: el desfase entre discurso y capacidad

Los discursos públicos celebran la autonomía. La práctica sigue otra lógica. Los agentes presentan fragilidades que no figuran en las presentaciones comerciales. Un flujo mal diseñado puede dejar un proceso incompleto. Un cambio menor en una API puede bloquear varias operaciones en cadena. Una excepción no prevista puede desencadenar una cascada de tareas fallidas sin que nadie la advierta a tiempo.

La automatización parcial expone a los equipos a un tipo nuevo de carga: la vigilancia. Se delegan acciones, pero se conserva la responsabilidad. Y esa responsabilidad exige presencia continua. La reducción de trabajo humano se diluye en un volumen distinto de supervisión que nadie había presupuestado.

Pese a ello, el relato persiste. La idea de que los agentes pueden asumir funciones enteras seduce a proveedores y directivos. Pero la distancia entre expectativa y ejecución se amplía. Y en esa distancia se acumulan costes que no encuentran línea presupuestaria clara.

Ahorro laboral y dependencia creciente

El argumento económico más repetido sostiene que la sustitución de tareas humanas reduce gastos. Sin embargo, la sustitución no elimina el coste: lo reasigna. Cada agente conlleva licencias, almacenamiento, permisos, auditoría, monitorización y ciclos de despliegue. La factura no se achica; cambia de naturaleza.

El riesgo más notorio es la dependencia. Cuando un agente se incrusta en un flujo clave, la empresa queda atada al proveedor que lo sustenta. Migrar de plataforma deja de ser una operación técnica y se convierte en una reconstrucción profunda del sistema. Mientras tanto, los costes aumentan porque la identidad operativa del agente se vincula al ecosistema del proveedor, no a la empresa.

Aquí emerge una duda que rara vez se verbaliza. ¿Qué ocurre cuando el ahorro en salarios queda compensado por una expansión sostenida del gasto en nube y servicios gestionados? Es posible que la automatización no reduzca el coste total, sino que lo reformule. Se eliminan nóminas y se suman suscripciones. Se disuelven puestos y se crean entidades digitales autónomas. El balance final depende de una auditoría que pocas organizaciones están en condiciones de ejecutar.

La acción que ya no depende de quienes la ordenan

La frase que desencadenó este debate anticipa un escenario cercano. Una empresa con más entes activos que empleados. Un tejido de operaciones que fluye sin intervención humana directa. Un trabajo que se ejecuta sin ser trabajo en el sentido tradicional. Esa estructura no es ciencia ficción: crece cada semana bajo la promesa de eficiencia.

El desafío no está en decidir cuántos agentes desplegar, sino en entender qué significa convivir con una fuerza operativa sin rostro que consume recursos, altera la contabilidad y toma decisiones sin intención humana explícita. Puede que la empresa del futuro no aumente su plantilla, pero sí aumente su actividad. Y esa actividad será más difícil de interpretar que cualquier organigrama. Lo que falta por resolver no es la tecnología, sino la forma de gobernar aquello que actúa sin pedir permiso.

Publicaciones Similares